Como cualquier otro día desde que llegué a Valencia me desperté temprano, me embutí en mi traje y devoré mi desayuno rápidamente. Por aquel entonces yo trabajaba como recepcionista en el Gran hotel Nuevo Mundo, que estaba a poco menos de una hora en bicicleta. Así que, como cada mañana desaté el candado de mi Brooks importada desde Inglaterra y partí rumbo al hotel. Como siempre a medio camino me desvié para pasar junto al río Turia, era un camino con el que perdía unos cuantos minutos, pero realmente merecía la pena escuchar el susurro de sus aguas, mientras pedaleaba frenético tratando de recuperar aquellos preciados minutos.

Tras cuarto de hora llegaba a la ciudad de Valencia, estaba llena de vida, en el casco antiguo los vendedores abrían sus puestos y en el mercado cargaban grandes cajas con frutas, verduras y pescados frescos. Mientras, yo, observaba desde la distancia aquel majestuoso hotel, el cual había sido uno de los tantos motivos que habían posicionado a Valencia no sólo como una ciudad industrial, sino como una importante atracción turística.

Al llegar a la entrada del hotel; a la hora exacta, le di un rodeo, hasta llegar a la parte trasera donde había un poste para amarrar las bicicletas, tras ello me adecenté la corbata y acomodé bien mi camisa por dentro del cinturón. Nada más entrar por la puerta trasera escuché un grito:

-Hombre Paco, llegas justo a tiempo, ha habido un problema en la doscientos nueve, al señor Milford todavía no le han subido el desayuno, toma, ponte esto y sube, después podrás volver a tu puesto.

-Ah, buenos días señor Mascarell, ¿Por qué no lo hacen los camareros de piso?

-No discutas chico, están todos ocupados con la boda del señor y la futura señora Abellán, ponte esto y sube esta bandeja lo antes posible.

Ah… por cierto, dígale que el desayuno corre a cuenta de la casa, por las molestias.

Y yo a ritmo de tortuga seguí las indicaciones del señor Mascarell y me pavoneé por el hotel con aquel ridículo sombrero granate y un traje verde botella un par de tallas más grande. Cinco minutos más tarde llegué a la habitación, para mi sorpresa la puerta estaba entreabierta y olía mucho a vino, antes de entrar di un par de golpes a la puerta con mi puño, hasta que me decidí a entrar.

Al señor Milford; un viejo inglés, le habían dado la suite señorial más grande de toda la ciudad, la habitación estaba decorada con multitud de cuadros y piezas de porcelana así como de una amplia selección de muebles victorianos impregnados de una sensación de vieja gloria, y de falsa opulencia. La habitación parecía vacía, las maletas estaban aún sin deshacer, tal cual las había dejado el botones y había por lo menos tres botellas de vino vacías y una carta sobre la mesa; ilegible, debido a una gran mancha negra ocasionada por un tintero derramado. En la habitación contigua se imponía a lo ancho y largo un espeso silencio y entre las patas del sofá se entre veía un calcetín negro con un Agujero en el dedo gordo.

Acto seguido me acerqué y quedé horrorizado, la bandeja salió volando por los aires y yo caí desmayado y permanecí tendido en el suelo, junto al cadáver del señor Milford, una pistola con la empuñadura de nácar blanco y lo que hasta hace unas horas habrían sido los sesos de aquel elegante hombre.

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